¿Sólo falta de fuerzas?
Por Washington Uranga
En el documento de su sorpresiva renuncia 
Benedicto XVI afirmó que “he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, 
ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Pero más 
adelante, en el breve texto que comunicó a los cardenales y a la sociedad, 
sostuvo también que “en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y 
sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la 
barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor tanto 
del cuerpo como del espíritu, vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí 
de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio 
que me fue encomendado”. Hasta aquí parte de la escueta declaración que incluye 
el anuncio de la dimisión de Jozef Ratzinger al pontificado católico. Pero 
¿cuáles son todas las razones y motivos de la renuncia?
En primer lugar hay que dar por cierta la 
afirmación del Papa. El mismo lo había adelantado en algunas declaraciones 
públicas y reportajes. En una entrevista concedida a Peter Seewald y publicada 
en un libro señaló que “cuando un Papa alcanza la clara conciencia de no estar 
bien física y espiritualmente para llevar adelante el encargo confiado, entonces 
tiene derecho en algunas circunstancias también el deber de dimitir”. Así lo 
hizo, siguiendo lo que establece el Derecho Canónico (la Constitución 
eclesiástica) en el canon 332, 2: “Si el Romano Pontífice renunciase a su 
oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste 
formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.
Benedicto XVI renunció, es un hecho, y 
desde el 28 de febrero la Iglesia Católica entrará en situación de “sede 
vacante”, es decir, en disposición de elegir un nuevo pontífice.
Ratzinger sintió que sus fuerzas 
flaquearon. ¿Sólo por sus 85 años y problemas de salud? Apenas en parte. Es 
imposible saber cuáles son todas las razones que pasaron por la cabeza del Papa 
para empujarlo a tomar una decisión tan inédita en la Iglesia Católica que hay 
que remontarse a 1515, la dimisión de Gregorio XII (Angelo Correr) para 
encontrar el dato más reciente de una renuncia al papado. Pero se pueden señalar 
algunos de los motivos que podrían haber influido en la determinación tomada 
ahora por Ratzinger.
Quienes frecuentan los pasillos vaticanos 
reconocen que a Benedicto XVI lo afectaron muy seriamente todas las intrigas de 
poder generadas en la curia romana y que tuvieron su exteriorización en los 
llamados “vatileaks” a través de las filtraciones del mayordomo papal Paolo 
Gabrieli. Vale recordar que esas filtraciones involucraron al propio secretario 
de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, segundo en la jerarquía romana, como 
uno de los posibles conspiradores contra Benedicto XVI. Poco antes, el cardenal 
Carlo María Viganó, hoy nuncio (embajador) en Estados Unidos, había escrito al 
Papa denunciando casos de corrupción en el Governatorato (la administración del 
Vaticano) donde entonces se desempeñaba. Viganó fue removido y enviado a Estados 
Unidos, lejos de Roma. El cardenal colombiano Darío Castrillón también le 
escribió al Papa una carta confidencial y en idioma alemán revelando que Paolo 
Romero, cardenal de Sicilia, había comentado en un viaje a China que “el Papa 
morirá en 12 meses”. La lucha por el poder en el Vaticano, a la que en otros 
tiempos tampoco fue ajeno el cardenal Ratzinger, llegó a niveles que 
probablemente el Papa mismo no sospechó, o en algún momento pensó que podría 
controlar.
El Vaticano enfrenta además un grave 
problema económico-financiero y también han surgido datos respecto de 
operaciones poco claras del IOR, el banco vaticano. Sumado a lo anterior, uno de 
los principales financiadores de la Santa Sede, la Iglesia Católica en Estados 
Unidos, vive una enorme crisis a raíz de las comprobaciones de casos de 
pedofilia y del encubrimiento de las autoridades eclesiásticas a los curas 
pedófilos. El cardenal de Los Angeles, Roger Mahony (77 años), fue destituido de 
su cargo y le fue prohibida toda actividad pública después de que la Iglesia se 
viera obligada por una orden judicial a entregar sus archivos con datos de 124 
curas acusados de abusos sexuales a niños y jóvenes. En el 2007 la Iglesia había 
llegado a un acuerdo con más de 500 víctimas por 660 millones de dólares, 
pretendiendo de esta manera tapar el escándalo.
Los casos de pedofilia en todo el mundo 
afectaron fuertemente la credibilidad de la Iglesia Católica, y en el caso 
particular de los Estados Unidos terminaron también golpeando las finanzas de la 
estructura católica.
A lo anterior habría que sumar aquello que 
Benedicto XVI menciona en su renuncia como “rápidas transformaciones” y 
“cuestiones de gran relieve para la vida de la fe”. Aunque tampoco el Papa 
aclaró a qué se refiere, no es difícil concluir que entre ellas está la pérdida 
de autoridad moral y ética de la Iglesia Católica, la disminución de su 
incidencia en la vida política, social y cultural y en la actuación privada de 
las personas, los nuevos modelos de familia que surgen en el mundo y que hasta 
ahora el catolicismo se niega a reconocer, nuevas concepciones acerca de la 
moral sexual y los avances en bioética, para mencionar tan sólo algunos. Todo 
esto representa desafíos a los cuales Benedicto XVI, desde su visión 
conservadora del mundo, no pudo, no supo o no quiso dar respuestas.
Hacia el interior de la Iglesia, además de 
las disputas de poder y los escándalos ya mencionados, hay que consignar también 
la pérdida de vocaciones sacerdotales y religiosas, mientras se mantienen 
férreamente restricciones al ingreso de las mujeres al sacerdocio y se reafirma 
como obligatorio el celibato para acceder al ministerio consagrado. A esto 
habría que acrecentar también graves críticas provenientes de muchas iglesias de 
base respecto de la forma en que se ejerce la autoridad en la Iglesia, la 
necesidad de “democratizar” el poder eclesiástico por lo menos volviendo a una 
idea de colegialidad propuesta por el Concilio Vaticano II y paulinamente 
abandonada primero por Juan Pablo II y luego por Benedicto XVI. Son muchos los 
que hoy reclaman en la Iglesia la necesidad de retomar el camino trazado hace 
cincuenta años por el Vaticano II, el Concilio que a instancias del papa Juan 
XXIII, seguido luego por su sucesor Pablo VI, inició un camino de apertura de 
las ventanas de la Iglesia de cara a un diálogo que se intentó entonces fecundo 
y revitalizador con la sociedad.
Por último, habría que decir que en el 
escenario también se pueden mencionar los cambios que se vienen produciendo en 
cuanto al número de fieles de las diferentes religiones en el mundo. A pesar de 
dificultades existentes para tener estadísticas precisas, según el Atlas de las 
Religiones (2009) los católicos representan hoy el 17,4 por ciento de la 
población mundial, cada vez más debajo de los mulsulmanes (19,8 por ciento). A 
eso hay que sumarle que de las filas católicas se desgranan día a día de fieles 
que pasan a comunidades cristianas pertenecientes a iglesias o comunidades 
mayores.
No hubo una sola razón para la renuncia de 
Benedicto XVI. Y las aquí expuestas seguramente no son las únicas.
 
